Enclavado en el corazón de la región de los Montes de María, este municipio ha sido azotado por grupos armados durante décadas. Guerrillas, paramilitares, fuerzas estatales y organizaciones ligadas al narcotráfico han victimizado a su población.
Mientras pule un trozo de cuero con su viejo cuchillo oxidado, Maricarmen Guzmán evoca fragmentos de una vida infantil rodeada de fuertes confrontaciones armadas que padeció junto a su familia y sus vecinos en San Jacinto, uno de los municipios de la región de los Montes de María más golpeados por la violencia en los últimos 40 años.
«Cuando se formaban las plomaceras, lo primero que nos decía mi mamá era que cogiéramos la aguja y comenzáramos a tejer hasta quedarnos dormidas», recuerda la mujer de 32 años de edad, un marcado acento caribeño y amplia sonrisa, sin parar de raspar ese pedazo de cuero que dará vida a un pequeño tambor.
Su mamá creía que poniendo a tejer a sus hijas se distraerían de los violentos choques que protagonizaban los grupos armados a mediados de la década de los años noventa. «Tejíamos a la luz de una vela», evoca la artesana. Para aquellos años, no se sabe por qué, en el casco urbano suspendían el servicio eléctrico a las seis de la tarde y lo restablecían a las seis de la mañana del día siguiente. Esa oscuridad marcó el ritmo de la vida y la muerte de esta población.
«A las seis de la tarde se iba la luz. Te estoy hablando de cuando yo tenía cinco o seis años. No querían a nadie en la calle, y al que vieran por ahí lo mataban. A esa hora solo se escuchaban los grillos y las plomaceras», cuenta Maricarmen.
Jorge, su esposo, es un campesino sanjacintero que también padeció las atrocidades de la guerra. La guerrilla asesinó a su papá hace 17 años, algunos de sus tíos fueron secuestrados y a varios de sus primos los intentaron reclutar de manera forzada.
«La juventud que vivimos nosotros fue muy difícil, nos la pasamos corriendo, huyendo, para que no nos cogieran. La familia mía aún está regada por varios municipios», recuerda este labriego, a quien Maricarmen le enseñó a elaborar artesanías en miniatura. Para no olvidar sus faenas agrícolas, cultiva yuca y ñame en un pequeño lote al lado del rancho de madera y plástico que habitan en el sector La Guitarra, del barrio El Paraíso, junto a las tres pequeñas hijas de la mujer.
Ambos hacen parte de las 17.455 personas que, según la Red Nacional de Información, fueron reconocidas por la Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas (UARIV) para acceder a las medidas de atención y reparación, de acuerdo con la Ley 1448 de 2011.
Y es que son múltiples las afectaciones padecidas por la comunidad sanjacintera, como expresan sus pobladores. Registros del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), consignados en la base de datos ¡Basta Ya!, indican la ocurrencia de tomas armadas al centro urbano, masacres, secuestros, asesinatos selectivos, desplazamientos masivos y daños a bienes civiles. Buena parte de esas acciones son atribuidas a la guerrilla de las extintas Farc y a estructuras paramilitares ya desmovilizadas, ligadas inicialmente a las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (Accu) y luego a las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc
En julio de 2018, la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) abrió el macrocaso 01, denominado “Toma de rehenes, graves privaciones de la libertad y otros crímenes concurrentes cometidos por las Farc-EP”. Su objetivo es responder a las exigencias de justicia de las víctimas de secuestro y establecer la responsabilidad, tanto de los máximos responsables como de aquellos otros que integraron dicha organización.
De acuerdo con informes de este tribunal, ya se han identificado 21.396 víctimas en todo el país. Un porcentaje de esos casos ocurrieron en la región de los Montes de María y, por supuesto, en San Jacinto. Datos del CNMH indican que en este municipio se registraron por lo menos 28 secuestros perpetrados entre 1991 y 2005 por insurgentes de los frentes 35 y 37 del Bloque Caribe de las extintas Farc.
Sin embargo, ese número no reflejaría la realidad del secuestro en la zona, pues solamente la Comisión Colombiana de Juristas (CCJ), una de varias de las organizaciones que acompaña y representa víctimas del caso 01, tiene bajo su representación más de 30 casos en el que el hecho víctimizante es el secuestro. Ese subregistro podría obedecer a que muchas víctimas no han dado a conocer lo ocurrido o incluso, si lo hicieron, las entidades competentes en su momento, no creyeron en sus declaraciones.
VerdadAbierta.com visitó la población con el propósito de hablar con líderes y lideresas, artesanas y músicos, sobre aquellos hechos de guerra del pasado y el presente. Muchas heridas están por sanar y las expectativas por lo que pueda hacer la JEP en términos de verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición son altas.
Agobiados por las guerrillas
Desde finales de los años setenta los pobladores de San Jacinto y de los otros 14 municipios de Bolívar y Sucre que hacen parte de la región de los Montes de María comenzaron a atestiguar la llegada de grupos armados ilegales, especialmente de origen insurgente.
Análisis de la Defensoría del Pueblo y de la Fundación Ideas para la Paz (FIP) han establecido que la presencia de esas guerrillas respondía a una lógica asociada a cuatro circunstancias: la posición geoestratégica de la región, que facilitaría actividades ilegales; el desarrollo vial que uniría al Caribe con el centro del país; la nula e ineficiente presencia del Estado; y la precaria condición social y económica de sus habitantes.
«Es así como la explotación de estas condiciones sociales les permitió someter a la población civil y mantener un evidente control poblacional, a través de la aplicación de sus propios métodos de ‘justicia’, extorsión a ganaderos, agricultores y comerciantes y la realización de secuestros», afirma la Defensoría en un informe fechado en 2006.
Por su parte, la FIP explica que «la marginalidad que mantuvo la región hasta mediados de la década de 1980 permitió incubar una serie de tensiones y conflictos locales que emergerían violentamente al encontrarse territorialmente la expansión de los grupos guerrilleros con las iniciativas del Gobierno central por integrar la región a las dinámicas políticas y económicas nacionales».
Para esa época, las extintas Farc «no tenían cabida en un territorio dominado por otras agrupaciones guerrilleras», afirma la FIP. Su hegemonía armada comenzaría con los procesos de paz firmados con el Ejército popular de liberación (Epl) y el Partido revolucionario de los trabajadores (Prt) en 1991 y, posteriormente, en 1994, con la Corriente de Renovación Socialista (Crs), una facción del Eln. El desarme de esas estructuras armadas «creó un vacío de poder que fue aprovechado» por las Farc, plantea la FIP.
A sangre y fuego, las Farc fueron consolidando su presencia militar y política en la zona, en consonancia con las decisiones adoptadas en la Octava Conferencia Nacional Guerrillera, la máxima instancia decisoria de este grupo armado, que se realizó entre el 27 de marzo y 3 de abril de 1993 en zona rural del municipio de Uribe, Meta.
Allí se ordenó la creación de siete bloques, entre ellos el Bloque Caribe, integrado por los frentes 19, 35, 37, 41 y 59, así como con el Frente Urbano José Antequera Ramírez, con presencia en Atlántico, Bolívar, Cesar, La Guajira, Magdalena y Sucre. Esa estrategia de reorganización obedeció al inicio de la denominada ‘Campaña Bolivariana por una Nueva Colombia’, proyectada para ejecutarse en seis años con un presupuesto de 52 millones de dólares, según informes de la propia guerrilla, para fortalecerse y continuar el camino que, según los mandos guerrilleros, los llevaría a «tomarse el poder la vía armada».
En la distribución de responsabilidades para conseguir esos recursos, al Bloque Caribe le correspondió alcanzar una meta de seis millones de dólares. Para cumplirla, los guerrilleros recurrieron al secuestro y la extorsión. La JEP constató que una de las prácticas para obtener recursos fue la instalación de retenes viales: «Los guerrilleros detenían carros privados y buses de transporte público, interrogaban e investigaban a los pasajeros y según el valor económico atribuido a las víctimas estas eran liberadas inmediatamente o mantenidas en cautiverio para exigir diferentes sumas de dinero por su liberación».
Otra modalidad fue el secuestro de propietarios de fincas productivas. «La selección de las víctimas, según los comparecientes, se apoyaba en grupos de inteligencia especializados en identificar a las familias dueñas de fincas en la región», documentó la JEP. Además, secuestraron a trabajadores de fincas, campesinos, docentes, empleados de empresas con presencia en San Jacinto y, en general, en los Montes de María, y a funcionarios estatales. Las secuelas de esa atroz estrategia continúan angustiando a las víctimas.
Afectaciones profundas
En su pequeña parcela ubicada en una de las veredas de San Jacinto, Alfredo fue retenido por guerrilleros del Frente 37 con el ‘argumento’ de que «trabajaba para el gobierno». Los hechos se presentaron en septiembre de 2002. Su caso refleja el profundo y permanente impacto del secuestro entre sus víctimas.
«A mí me llevaron en medio de los gritos de mi esposa, que tenía un día de parida», cuenta este hombre. Era el sexto hijo que llegaba a su familia. «A ellos se les metió que yo trabajaba para el gobierno y me preguntaban todo el tiempo: ‘¿Cuánto te pagan por sapo?’ Yo respondía que no estaba tan loco como para hacer eso. Y ellos insistían: ‘Tú trabajas con el Ejército porque siempre que vienen por estos lados llegan a tu casa’. Pero es que mi rancho era el primero a la entrada de la vereda», relata Alfredo.
A este campesino lo retuvieron a las cinco de la tarde y lo liberaron al día siguiente, antes de que cayera la noche. «Mientras me tuvieron ahí, amarrado, vendado y sin comer, me preguntaban cuánto me ganaba. Yo insistía en que no recibía ni un peso ni trabajaba con el gobierno, pero no me creían y me amenazaban de muerte», recuerda.
Alfredo pudo irse a eso de las cinco de la tarde, con la advertencia de que tenía ocho horas para «desocupar la zona». Por seguridad regresó a casa de un hermano. Allí le dijeron que alguien le había dicho a su esposa que lo habían matado. La falsa noticia la impactó de tal manera que se afectó su uso de la razón y a los nueve días, perdió a su hijo recién nacido.
«Quedó perdidita», recuerda con dolor, Alfredo. «Quiere matar los hijos, se muerde, se arranca el pelo», le contaron en aquella ocasión. Pese a múltiples tratamientos médicos, no volvió a recuperar su salud mental, pero aún siguen viviendo juntos en la vereda.
María, una tejedora de hamacas que también padeció esos traumas psicológicos, aún llora cuando recuerda lo ocurrido a su esposo hace dos años como consecuencia de la guerra. «Nosotros cuidábamos fincas y a la vez cultivábamos, pero a causa de la violencia tuvimos que salir de la vereda y venirnos al pueblo. Aquí nos ayudábamos el uno al otro, incluso, él me colaboraba en envolver el hilo para tejer las hamacas. Para aquellos años no volvimos a trabajar en fincas», relata la tejedora.
Con la llegada de Álvaro Uribe a la Presidencia de la República en agosto de 2002 y la adopción de la política de Seguridad Democrática, Montes de María fue una de las primeras regiones donde se sintieron los resultados de esa política. «Las cosas mejoraron –asevera la tejedora– y entonces mi esposo volvió a trabajar en el campo». Sin embargo, su compañero de vida no superó los miedos del pasado. «Puedo decir con toda seguridad que él murió por culpa de la guerra. Hace dos años se mató. Lo que me dijo días antes es que esto se iba a poner malo, que otra vez las cosas se iban a dañar. Él salió de la casa a mitad de la tarde y no regresó más. Al día siguiente lo encontraron muerto», cuenta María, con la voz entrecortada.
Para el año de la muerte del labriego, a la par de vivir en medio de las restricciones derivadas de la pandemia generada por el covid-19, comenzó a escucharse que nuevos grupos armados estaban trajinando en San Jacinto y otros municipios de la región. Se hablaba de la presencia de las autodenominadas Autodefensas Gaitanistas de Colombia (Agc), llamadas por las autoridades ‘Clan del Golfo’. El miedo volvió a embargar a la población sanjacintera.
Daños a la cultura y a la economía
Las afectaciones ocasionadas por la guerra también se evidencian en las expresiones culturales y en la economía agrícola. Poco a poco se han venido recuperando, pero aún falta mucho. «Durante el conflicto armado, nuestro trabajo se fue perdiendo, los turistas no volvieron, cogieron mucho miedo. El trabajo fue decayendo», cuenta María al referirse a la venta de hamacas, bolsos y otras artesanías, de la cual vivían cientos de mujeres sanjacinteras.
«Los comerciantes no se atrevían a venir a comprar tejidos y artesanías para llevar a otros lados», asevera la tejedora y detalla que las labores de tejido también se vieron afectadas porque la inseguridad en las zonas rurales les impedía buscar las materias primas naturales para teñir los hilos. «Muchas de las plantas estaban a dos y tres horas del pueblo hacia el monte», dice.
Y aquello que ha hecho famoso a San Jacinto en Colombia y en el mundo también fue afectado: la música. Gaitas y tambores se vieron confinados por culpa de las restricciones a la movilidad impuestas por los grupos armados ilegales y los cortes del servicio eléctrico en las noches. «La distracción de nosotros eran los gaiteros, se reunían en las casas y tocaban. Las ruedas de gaitas había que hacerlas antes de las seis de la tarde», recuerda la artesana Maricarmen.
Quien habla sin miramientos de esas afectaciones es el maestro Héctor Rafael Pérez García, un connotado músico sanjacintero, ganador del premio Latin Grammy de 2007 otorgado al mejor álbum folclórico titulado ‘Un fuego de sangre pura’.
«Con mi papá nos íbamos a las cuatro de la mañana al campo y de allá llegaba uno a las cinco de la tarde, con su carga de bastimento a compartir con los demás, fíjate, eso es un tejido social que estábamos haciendo ahí. Y así vivíamos la vida. Y mi mamá en la casa tejiendo la hamaca para luego venderla. Así vivíamos, con esa paz, con esa tranquilidad», recuerda el gaitero.
Cuando comienza a manifestarse la violencia de los grupos armados, lo descrito por Pérez García cambió radicalmente: «Un día nos prohíben que salgamos y nos imponen un horario estricto para estar en el campo y en el propio pueblo. Comenzamos a vivir con esa zozobra y todavía no nos hemos recuperado de eso».
La situación fue tan compleja para los gaiteros que las restricciones a su movilidad, debido a los choques armados y a los retenes ilegales, obstaculizaban su presencia en conciertos y presentaciones en otras regiones del país. Además, las letras de sus canciones también cambiaron. «Ya nos dedicamos a cantar a tanta violencia que hay», dice Pérez García; y tras recordar conversaciones con otros gaiteros, asegura que «enfrentaron todas las violencias con versos y en los escenarios cantábamos que dejaran de tirar plomo».
«Yo nunca dejé de tocar la gaita – agrega –, pero sí dejé de ir a conciertos. Llamaba e invitaban, pero el día anterior llamaban y los cancelaban porque hubo una toma guerrillera o cosas así. Se quedaba uno en la casa, se le mataban los sueños».
Para los labriegos sanjacinteros la situación tampoco fue distinta a la de las artesanas y los músicos. Un agricultor, que pidió el anonimato, recordó una de las afectaciones económicas más profundas en la región: la desaparición de los cultivos de aguacate a comienzos de la década del dos mil.
«No sé qué pasaría, pero de la noche a la mañana los cultivos de aguacate se fueron muriendo hasta quedar sin nada. Nosotros no teníamos la necesidad de tener otros productos alternos para comercializar, como yuca, ñame o plátano, sino para el consumo de la familia. Nuestro patrimonio era el aguacate», cuenta el campesino consultado por este portal.
La muerte del aguacate en San Jacinto, uno de los mayores productores de la fruta en Montes de María, se debió a la proliferación de un hongo llamado Phytophtora Cinnamomi, que, según el Instituto Colombiano Agropecuario (ICA), produce amarillamiento, caída de hojas, pérdida de fructificación y muerte inmediata de la planta. En la región especulan que la llegada de esa plaga se debió a la guerra.
Algunos labriegos aseveran que el hongo fue esparcido por el Ejército con el fin de quitarle base económica a la extinta guerrilla de las Farc, pues en época de cosecha nutría sus arcas con el cobro de extorsiones a los productores de aguacate que, según el ICA, sumaban cerca de ocho mil familias. Además, debido a la frondosidad de sus árboles, les propiciaba un camuflaje perfecto.
«Hay personas que coinciden con eso de la fumigación, pero yo no comparto esa versión», dice el labriego consultado en San Jacinto, sin embargo, no hay claridad sobre cómo llegó el hongo a las plantaciones de aguacate que, en su mejor momento, abarcaron cerca de siete mil hectáreas en los Montes de María.
Lo que también le duele a toda persona san jacintera es el estigma que les dejó la confrontación armada por vivir en una zona donde la extinta guerrilla de las Farc tuvo una fuerte presencia desde comienzos de los noventa. «A mí una vez llegó a decirme un agente del Ejército que si esto (la gaita) botaba balas. Fíjate, siento como una falta de respeto con los valores humanos», recuerda el gaitero Pérez García.
Leonardo Pacheco García, abogado de la Comisión Colombiana de Juristas (CCJ) y representante de víctimas de San Jacinto en el macrocaso 01 ante la JEP, alude al respecto y explica que, ante la ausencia de una respuesta integral del Estado contra los grupos armados ilegales, estos se consolidaron fácilmente, y «cuando viene la respuesta militar por parte de ellos -Estado-, la población se siente estigmatizada porque la institucionalidad nunca los diferenció de los grupos armados, sino que fueron tratados como si tuvieran algún vínculo con la guerrilla, aun cuando era víctima de manera general de violencia de la zona”.
Un poblador entrevistado también resaltó que el tejido comunitario, representado en las juntas de acción comunal, se vio afectado: «A los líderes eran a los que más perseguían. Y la gente temía organizarse. Nadie organizaba nada. Incluso, muchos líderes tuvieron que irse de las veredas». Buena parte de ese tipo de desplazamientos forzados se dieron por la estigmatización que pesaba sobre ellos.
Se recicla la guerra
Análisis de la JEP indican que la hegemonía armada de las extintas Farc impuesta por el Bloque Caribe en los Montes de María comenzó a ser disputada a finales de los años noventa por grupos paramilitares que arribaron a la región de la mano de ganaderos y comerciantes agobiados por las exigencias económicas de los insurgentes, y apoyados por sectores de la Fuerza Pública.
Informes del Observatorio del Programa Presidencial de Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario establecen que, si bien desde la década de los años ochenta operaban grupos armados de corte paramilitar, es a partir de 1997 que hacen presencia en la región facciones de las Auc con el objetivo de contrarrestar las acciones del Bloque Caribe.
A partir de ese año, según este Observatorio, los paramilitares se trazaron varios objetivos, entre ellos tomarse los Montes de María mediante el enfrentamiento directo con los grupos subversivos; lograr el apoyo económico de sectores productivos; y ampliar su pie de fuerza «promoviendo la deserción de los integrantes de los grupos guerrilleros activos e incorporando miembros desvinculados de las Fuerzas Armadas y el personal de las guerrillas desmovilizadas».
De acuerdo con estudios de la FIP, las arcas de las Auc también se fortalecieron con recursos provenientes del narcotráfico y, además, contaron con el apoyo de sectores políticos locales y regionales. No obstante, según este centro de investigación, «la evolución del paramilitarismo no significó la reducción de las Farc en términos militares, sino una dinámica sostenida de violencia contra la población civil que produjo mayores desequilibrios en la propiedad de la tierra, millares de familias desplazadas por la violencia, masacres y la cooptación de las administraciones públicas de varios municipios de la región».
Diversos documentos reseñan que grupos paramilitares asociados a las Auc irrumpieron en San Jacinto a partir de 1997. Una de sus primeras acciones fue el asesinato del alcalde electo del municipio, Juan Carlos Quiroz Tietjen, perpetrado el 6 de noviembre de ese año, tras ser señalado de estar en contra de esa organización armada ilegal. Por este caso, las autoridades procesaron a militares, policías y políticos locales.
Dos años después de ese homicidio cometerían una masacre que aún está muy fresca en la memoria de las personas sanjacinteras: el asesinato de tres conductores de camperos y uno de sus ayudantes ocurrida en marzo de 1999 a cinco kilómetros del casco urbano. En esa ocasión, los paramilitares impusieron la prohibición de prestar el servicio de transporte de pasajeros a zonas rurales de la alta montaña sanjacintera.
Ante el avance paramilitar y la agudización del conflicto con las extintas Farc, el gobierno del entonces presidente Álvaro Uribe Vélez declaró en septiembre de 2002 el Estado de Conmoción Interior y decretó que los municipios de los Montes de María se constituirían como una de las Zonas de Rehabilitación y Consolidación, lo que implicó un aumento considerable del pie de fuerza.
Tres hechos determinarían un ambiente de pacificación de la región, que también se sintió en San Jacinto, según cuentan sus pobladores: el dominio territorial logrado por las fuerzas estatales; la desmovilización el 14 de julio de 2005 del Bloque Héroes de Montes de María, bajo los acuerdos alcanzados por las Auc con el Estado colombiano; y la muerte de Gustavo Rueda Díaz, alias ‘Martín Caballero’, jefe del Bloque Caribe de las Farc, tras un bombardeo ocurrido el 24 de octubre de 2007 en zona rural del municipio de Carmen de Bolívar.
Por varios años, la región vivió en medio de un ambiente de relativa tranquilidad. Esa situación comenzó a deteriorarse en 2012, justo cuando se iniciaron en La Habana, Cuba, las negociaciones de paz entre el gobierno nacional y la extinta guerrilla de las Farc. En una alerta temprana emitida por el SAT de la Defensoría del Pueblo en mayo de 2012 se llamó la atención sobre el tema.
«[…] versiones de los pobladores aluden a que un grupo de personas armadas (hombres y mujeres) se habrían presentado como parte de las Farc en varios de los corregimientos de la parte sur occidental de San Jacinto y, en algunos de los corregimientos del Carmen de Bolívar que colindan con el municipio de Chalán se han conocido sobre mensajes pintados en la pared con la leyenda: “Volvimos por lo que dejamos”», se lee en el documento.
Dos años después, el SAT volvería a insistir en la situación de seguridad de San Jacinto: «Varias de las fuentes consultadas mencionan que en el municipio de San Jacinto se extorsiona a profesores, a pequeños ganaderos, a tenderos […] Al parecer, las víctimas prefieren pagar la extorsión y no denunciar por temor a las represalias. Se desconoce quiénes puedan ser los responsables».
Tras múltiples disputas entre diversos grupos armados ilegales, en San Jacinto, así como en varios municipios de los Montes de María, las Agc se han posicionado recientemente a sangre y fuego. Su presencia se hizo notoria el 19 de julio de 2022, cuando varios hombres armados pertenecientes a esa organización criminal atacaron a tiros de fusil la estación de policía del casco urbano.
El hecho generó zozobra entre los pobladores y se removieron aquellos viejos temores que dejaron las tomas guerrilleras de los años 1997 y 2000. «Fue como volver al pasado», dice un habitante consultado al respecto.
Al respecto, el abogado Pacheco resalta que pese al Acuerdo Final de Paz firmado hace ya seis años con las extintas Farc, en San Jacinto «la población continúa reconociendo a sus victimarios, particularmente notan que están en actividades similares o iguales a las hacían antes de la desmovilización, por ello se les hace difícil denunciar ese tipo de situaciones”.
La más reciente alerta temprana de la Defensoría del Pueblo, emitida el pasado 19 de mayo, sobre la situación de peligro de personas defensoras de derechos humanos, clasificó a San Jacinto en riesgo alto, especialmente para las mujeres líderes. Al extender el análisis a los Montes de María en su conjunto, esta agencia del ministerio público explicó que la configuración de la región, que es estratégica para actividades ilegales, “ha puesto en grave riesgo la vida, integridad, seguridad y libertad de las mujeres que ejercen su liderazgo y defensa de los derechos humanos”.
La psicóloga Laura Correa, de la CCJ, quien acompaña a víctimas de San Jacinto acreditadas ante la JEP en el macrocaso 01, plantea dos asuntos que explican esa sensación de volver al pasado generada ante nuevos hechos de guerra.
De un lado, se debe, según ella, a «la falta de atención del Estado en el territorio, la invisibilización de San Jacinto, de los actores estatales, que hacen que la percepción de seguridad, por ejemplo, sea muy desfavorable», lo que dificultaría «la manera de sanar los daños, las afectaciones y los impactos que vivieron por tantos años con las Farc y con otros actores armados». Y de otro lado, a las dificultades económicas de las víctimas, muchas de las cuales no han podido superar «los daños financieros que dejaron el secuestro y los demás crímenes conexos».
Es por todo ello que Correa considera que es necesario que este proceso ante la JEP «llegue a buen puerto, que se haga justicia, y que se cumplan las expectativas de las víctimas en términos de reparación, de verdad y de garantías de no repetición». Además, plantea que es necesario que se le preste más atención a la particularidad del Bloque Caribe.
«Hay que tener en cuenta ― agrega ― que han sido los comparecientes de este bloque los que menos han atendido las diligencias; claro que entendemos que, dentro del conflicto, como se dice, muchos fueron ‘dados de baja’, pero ha sido un territorio al que poca atención se le ha prestado dentro del proceso, que nos parece que se ha dejado de lado, y es importante que las personas acreditadas también vean que se le da importancia».
¿Y las víctimas qué esperan de la JEP?
Tal como lo expresó el gaitero Pérez García, todas las personas de San Jacinto son víctimas de la guerra, de una o de otra manera. Por ello tienen altas expectativas por lo que pueda resolver la JEP en términos de reparación cuando tome decisiones en el macrocaso 01.
Diversas víctimas consultadas por este portal aspiran a recibir medidas reparadoras individuales, acorde con las afectaciones causadas por el grupo insurgente. Algunas reclaman atención médica y sicológica familiar; otras, proyectos productivos para atender los daños causados a los sembradíos de aguacate; varias se enfocan en alternativas culturales; y unas más se muestran pesimistas y dicen no esperar nada de la JEP.
Pero hay quienes proponen medidas reparadoras colectivas. «Para cada región azotada por las extintas Farc sería importante que hubiera un proyecto de algo que es nativo, como por ejemplo la afectación ocasionada a los productores de aguacate. No sé si se pueda recibir una indemnización porque todos quedamos arruinados», plantea un campesino sanjacintero, víctima de secuestro reconocido por la JEP.
Un docente que también fue retenido arbitrariamente propone como medida reparadora colectiva la construcción del sistema de acueducto, un viejo anhelo, que la clase política local, regional y nacional ha sido incapaz de atender. Buena parte de sus necesidades hídricas las solucionan con agua lluvia, que es recogida y almacenada en grandes tanques.
Las organizaciones de mujeres artesanas y tejedoras también piden ser tenidas en cuenta en las medidas de reparación. Ellas no se han quedado quietas y con esfuerzo están trabajando en la búsqueda de opciones comerciales para sus hamacas y bolsos, pero requieren el apoyo de diversas entidades estatales para reactivar sus labores y mantener esta tradición cultural.
«Los tejidos nos han ido generando paz internamente. A través de cada tejido y de cada elaboración de un producto hemos ido curando heridas y secuelas que la violencia nos ha dejado», expresa Ledis Jaramillo, representante legal de la Asociación Artesanal Tejedoras de Esperanzas, que integra a por lo menos 50 tejedoras sanjacinteras.
Los gaiteros también se unen a esas peticiones y confían en que la JEP los tenga en cuenta en sus medidas reparadoras. Consideran que los daños ocasionados a sus actividades culturales, reconocidas mundialmente, son profundas y hasta ahora no hay quién hable por ellos. «Yo siento que en San Jacinto no han reparado a nadie de los que trabajamos por la cultura», sentencia el maestro Pérez García.
Sobre aquellas personas que reclaman una reparación individual económica, la psicóloga Correa expone que es comprensible ese pedido dado que muchas de ellas fueron víctimas de secuestro y sustenta su argumento en las afectaciones: «Las exigencias de pago de sumas eran realmente muy altas para poder liberar a familiares».
A eso se le añaden las pérdidas materiales que tuvieron las personas al verse desplazadas forzosamente, así como «la imposibilidad de ejercer algún trabajo o alguna actividad económica dados los daños físicos y los daños psicológicos profundos que les dejó el secuestro».
«Los crímenes que vivieron a partir del conflicto armado, y en particular de lo perpetrado por las Farc – agrega Correa – generan que las personas reconozcan y manifiesten que necesitan esa indemnización para poderse acercar un poquito al proyecto de vida que tenían planeado antes de que todo ocurriera».
Sobre ello, Pacheco llama la atención sobre un hallazgo que arroja el acompañamiento de víctimas de secuestro de San Jacinto: algunas están acreditadas ante la JEP, pero no son reconocidas por la UARIV: «Esto es un primer bloqueo para los apoyos que puedan brindarse por parte de la Unidad. Eso es una situación que hemos evidenciado ante la Sala que investiga en la JEP el caso 01, para que intente ordenar a la UARIV que resuelva esta problemática. Son víctimas que están quedando por fuera del sistema por un vacío que quedó en el desarrollo normativo».
Ante la insistencia de algunas víctimas en una indemnización individual, Pacheco reconoce que es un tema complicado que han tratado de zanjar con sus representadas, porque la JEP no tiene un componente de reparación económico individual.
«Nosotros sí explicamos, por otra parte, el componente de los TOAR, que son los trabajos, obras y actividades con contenido reparador que tendrán que ejecutar los exguerrilleros que comparecen ante la JEP y acepten la responsabilidad de las conductas cometidas y entreguen verdad completa y exhaustiva». Se espera que en su formulación también respondan a las víctimas, pero con un claro concepto comunitario.
Es por ello que desde la CCJ trabajan en el fortalecimiento de una conciencia colectiva para que las víctimas se puedan organizar y presenten sus propuestas ante este tribunal transicional, a través de sus abogados, y encuentren respuesta entre los exguerrilleros que comparecen a esos estrados judiciales.
El reto de la JEP en términos reparadores es inmenso. En San Jacinto, las víctimas esperan que no las decepcionen. ¿Podrá la JEP repararlos de manera integral?